Saturnino Herrán, el último paso al Muralismo

Si pensamos en el arte mexicano, probablemente lo primero con lo que lo asociamos sea el Muralismo, el movimiento pictórico que tuvo su auge entre 1920 y 1950 gracias a maestros como Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco.

Y es que, en una gran parte, es posible que nuestra concepción artística, estética, ideológica y filosófica sobre «lo mexicano» en el arte sea gracias a las colosales obras de este movimiento, tales como como Sueño de una tarde de domingo en la Alameda (1947) de Diego Rivera, o El pueblo a la universidad, la universidad al pueblo (1956) de Siqueiros.

 

La intención del Muralismo era clara: dejar un testimonio vivo y vigente de las voces de los oprimidos que fueron los encargados (o los herederos) del México posrrevolucionario. El arte mexicano había dejado de ser un objeto de culto para salir a las calles, apoderarse de los espacios y ser, como apunta Walter Benjamin, un objeto artístico de una gran exhibición.

No obstante, la claridad y el objeto del discurso muralista (lo mexicano y su reivindicación) fueron herencia artística del imaginario modernista tal y como podemos notar al recurrir a la obra de Saturnino Herrán quien, a pesar de su corta vida, consolidó un estilo y una idea cumbre para el arte y la concepción de lo mexicano.

Por ello, conviene hacer un primer acercamiento a la obra de Herrán conociendo dos elementos importantes para la consolidación de su estilo: su instrucción con el pintor español Antonio Fabrés y su amistad con el poeta Ramón López Velarde. Gracias a estos dos personajes, la obra de Herrán se convierte en un estudio comprometido por desentrañar y redefinir «lo mexicano» a través de pasajes cotidianos en los que la belleza radica precisamente en los obreros, en el campesino, en las trabajadoras, es decir, en las personas que conformaban la realidad más próxima de todos los días.

Los indígenas y los criollos obtienen un papel primordial dentro del arte: son ellos los protagonistas de los nuevos pasajes de belleza, de los nuevos cuerpos dignos de admiración por el esfuerzo, de los nuevos imaginarios que representan a aquellos rostros olvidados y que comienzan a tomar una consciencia encaminada a la Revolución Mexicana. En sus primeros cuadros, Herrán logra representar al trabajador como la mímesis de la belleza natural y lo dota de un cuerpo y una tarea en cada cuadro: presentar el movimiento, el dinamismo y la intimidad de ese instante marcado por la realidad obrera de principios del siglo XX.

Saturnino Herrán
Labor (1909) – Saturnino Herrán

Asimismo, su relación con «el poeta nacional» Ramón López Velarde, refuerza la idea estética de Herrán. Su obra poética (enmarcada dentro del modernismo literario por sus temas sobre la belleza y el corte simbolista) retoma la idea de una consagración nacionalista, tal y como lo representa en su poemario Suave Patria.

Es la necesidad de una identidad nacional lo que mueve a Herrán a crear el resto de sus obras. De esta manera, el pintor se adentra ya no sólo en la realidad del pueblo, sino en su historia, sus tradiciones y sus raíces. Herrán crea un culto en torno a los rituales y las imágenes más importantes para la sociedad mexicana. Esto lo podemos ver en su obra más famosa La Ofrenda, en la cual el artista presenta a una familia tradicional mexicana rodeados de flores de cempasúchil en una trajinera camino a entregar la ofrenda de Día de Muertos.

Saturnino Herrán
La Ofrenda (1913) – Saturnino Herrán

El simbolismo de esta obra radica en la misma idea de la muerte que enmarca a todas las generaciones representadas en cada uno de los personajes, creando así una idea universal sobre la condición humana y cómo todos compartimos el mismo destino.

No obstante, hacia el final de su vida, Herrán buscó un punto cumbre en su obra donde se amalgamara su idea de mexicanidad. Es así como retoma una imagen fundamental de la mitología mexicana: Coatlicue, la madre de los dioses y representación de la fertilidad y la muerte. Fue en esta imagen en la que basó la idea de una obra que no pudo completar: un tríptico titulado Nuestros Dioses, el cual consistía en presentar a un grupo de mexicas adorando a su diosa Cuatlicue, ubicada en el centro de la composición donde podemos apreciar cómo su imagen se combina con la de Cristo en la cruz para, finalmente, completar el tríptico con el ejército español dirigiéndose a su figura sagrada. Es precisamente en este punto de encuentro donde se funda su idea de mexicanidad.

Saturni Herrán
 Nuestros Dioses (estudio) (1915) – Saturnino Herrán
La Cuatlicue (1914) – Saturnino Herrán

La obra de Saturnino Herrán da ese primer paso de mostrar la belleza pasiva de la realidad modernista mexicana y abre un resquicio en el imaginario popular para, años después, ser retomada con la fuerza y compromiso social que representa el Muralismo. Así, el arte mexicano del siglo XX se transforma en ese gran crisol de culturas, de voces, de acciones e instantes que, aún hoy, nos llaman para reconocernos en nuestra historia, nuestra (r)evolución y nuestro origen. 

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