Existe una pregunta que por más veces que la escucho nunca sé qué contestar sin titubear: ¿Y a qué te dedicas? Dentro de los convencionalismos sociales, pareciera sencillo y hasta oportuno preguntar qué hacen las personas la mayor parte de su día. Tal vez la costumbre de escuchar la seguridad con la que algunas personas comparten sus profesiones nos han acostumbrado a hacerla una pregunta obligada contra la amenaza del silencio incómodo. Soy abogado, soy doctora, soy vendedor de seguros, soy cocinero, soy taquera, soy entrenador de perros, soy buscadora de minas, soy vendedor de cigarros sueltos.
Sin embargo, cuando me toca estar del lado del expositor, de quien infla el pecho para dejar que su título profesional comience la descripción (¿no sería mejor decir destripación?) de sí mismo, nunca logro asestar la frase que tengo grabada desde hace 5 años, pero que muere antes de abandonar los labios: soy copywriter. No es por seguridad de mi identidad como agente encubierto, ni por quemar mi reputación con mi todavía pobre pronunciación de Inglés PG-3. Lo hago sobre todo para ahorrarme la vergüenza de aceptar que no sé qué hace exactamente un copywriter.
Desde hace unos años paso la mayor parte del día en una agencia de publicidad corrigiendo frases y presentaciones, acomodando oraciones “vendedoras”, jugando con adverbios multiplicados hasta el infinito y exagerando, hasta donde se pueda, al siempre malogrado gerundio. Es como armar un rompecabezas de menos de 10 piezas una y otra vez en el mismo día.
Sin embargo, aún no logro comprender qué constituye un buen texto publicitario (o copy, para efectos de brevedad). Cada frase debe ser “única y diferente”, debe romper con lo antes visto. Y hasta ahí queda la explicación de cómo escribir publicidad. Tal vez Goethe hubiera sido un buen publicista, pues creía que la originalidad era decir las mismas cosas como si nadie más las hubiera dicho antes. ¿Cómo habría sido el copy para promocionar su Fausto? ¿Qué frase habría asegurado su éxito comercial? “Todo el conocimiento del mundo en un solo libro”, “El conocimiento infinito está a su alcance”, “Cuidado con lo que deseas, como este libro”. Sin duda, con cualquiera de esas ideas Mefistófeles hubiera alcanzado el éxito para su repertorio de almas, lástima que no pudo contar con una agencia de publicidad en pleno albor del siglo XIX.
Me pregunto si existirá una musa para el copywriter. Si los músicos cuentan con Euterpe, los copys bien podemos dedicar nuestros textos a Caliope, quien en un arrebato de inspiración aprovecharía bien ese 3×2 en productos de belleza. Pero lo cierto es que el origen y el destino de la labor del copywriter es una incierta parábola que sólo genera más dudas que certezas. No hay una licenciatura para ser copywriter, mucho menos una especialidad. La labor de los copys viene del sentido común, la “creatividad” espontánea y, eso sí, una ortografía impecable. Aunque este último requisito normalmente atraviesa sus vacíos legales.
Todos somos descriptivistas hasta que entramos a una agencia de publicidad. Es entonces cuando nos percatamos de la verdadera maleabilidad de la lengua, de sus continuos cambios, sus constantes licencias y, sobre todo, su mutabilidad que desemboca en un spanglish que sólo unos cuantos pueden entender. A diario hay un brief que debe salir ASAP. No importa si hay un issue con el “recurso” a cargo, pondremos un input para seguir en orden con nuestro scope. Quizá es justo en esos resquicios lingüísticos por donde logran colarse misterios gramaticales que acreditan a cualquier sustantivo o adjetivo con la categórica y distintiva mayúscula inicial (o capital bajo la mirada anglosajona), o esa afición por los signos de puntuación que piensan en el aliento visual del lector aunque el sujeto, nunca, llegue a su, destino.
Nuestra materia prima es la lengua, al igual que para poetas, escritores y periodistas, pero no nos pertenece. La voz del copywriter está a la merced del ojo crítico del cliente, ese ente extraño que dictamina los más nuevos lineamientos gramaticales y, a veces, hasta su propia actualización de normas APA. El cliente no edita o sugiere, toma, despedaza, reconstruye y reformula la lengua. A su merced, el lenguaje se vuelve un microcosmos de posibilidades infinitas (al menos en su mente) y las licencias poéticas comienzan a formarse a base de billetazos. Si esa palabra no existe o está mal conjugada, no importa, para eso la lengua es cambiante, para sucumbir al capricho de una nómina inflada.
El oficio del copy, en sí, es el de un eterno escribano. No hay firmas ni opiniones, mucho menos juicios acertados al momento de escribir. Escribir copys es como tirar un dardo al aire y esperar que, de alguna u otra manera, caiga en un blanco que nunca hemos colocado y mucho menos visto. Es así como el copywriter está destinado a cientos de archivos, papeles, tecleos madrugadores, todo en búsqueda de ese texto breve y perfecto que asegurará un día más de estantes repletos en una farmacia o un supermercado.
Pero entre los caprichosos oficios que se deparan para los egresados de la carrera de letras, el copywriting es uno que abraza a quien deja a un lado los prejuicios de la lengua. Roman Jakobson lo dijo y Roland Barthes lo afirmó: si la publicidad tiene algo especial es que su acercamiento es agresivo, el verbo es el protagónico (compra, aprovecha, llévate) y el sujeto es el pasivo, aquel que espera la orden para accionar(se). Tal vez el copywriter sea el autor fantasma con el mayor número de lectores al año. Una voz poética que tranza para avanzar, pero que nos regala la más reciente oferta con fecha de caducidad en cada lectura.
Si bien el copywriter puede parecer un ser en un callejón sin salida, no dista mucho del destino que depara la corrección de estilo o el mundo editorial, ambas profesiones dispuestas a abrazar al entusiasta de la letra. A todas las personas que nos dedicamos a esto, voces prestadas en materia del camuflaje y del engaño, nos deberían brindar la oportunidad de defendernos y pedir disculpas. Un espacio en las letras chiquitas puede ser suficiente: “Disculpen las molestias, no fuimos nosotros”.
Lector y peatón. «Yo soy aquel». Dicen que soy el chico al que los golondrinos le laceran las axilas.
A veces escribo sobre lo que me gusta, otras entreno Pokémon.