Notas del desaliento: aproximación a El lugar sin límites de José Donoso
“No quedaba ni una esperanza que pudiera dolerle, eliminando también el miedo”.
La frase anterior se clava en el anhelo desahuciado de la Japonesita porque en la Estación El Olivo no llegará ni la electricidad prometida ni la calidez de la vida: el pueblo y sus habitantes están sumidos en las tinieblas, las mismas con las que se cierra el libro cuando la Japonesita se va a dormir sin saber de la muerte de su padre, La Manuela. De tal modo se puede hablar de El lugar sin límites de José Donoso (1924-1996): la historia de la derrota y la resignación, la desesperanza y la inactividad.
Tercera novela publicada en 1966 del escritor chileno, quien podría ocupar la quinta silla del llamado ‘boom latinoamericano’, junto a los reconocidos Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Julio Cortázar.
Y si bien dicha etiqueta ya ha sido objeto de la crítica por los parámetros comerciales que establecieron en la segunda mitad del siglo XX en el orbe hispanoamericano (la preferencia por la novela como género literario y las elecciones de motivos específicos) y por representar supuestamente “lo mejor de la literatura latinoamericana”, lo cierto es que los valores estéticos de José Donoso cobran significancia por su propio genio individual, el traspase de la tradición del regionalismo, la experimentación esperpéntica y su poética de personajes rotosos de gran calado psicológico.
Dichos personajes, a través del flujo de la voz narrativa en la que se diluyen sus conciencias, dan cuenta de sus deseos de carne y porvenir. La precariedad en el deterioro físico y material (la ceguera de La Ludo, los achaques de La Manuela, el prostíbulo desnivelado del suelo, las viviendas raquíticas, la victrola descompuesta) y asimismo en el deterioro social como anímico.
Por ejemplo, Don Alejo, paradigma del poder político y económico en la novela, admite sus fracasos, pese a la divinización con la que es descrito por los otros personajes y el narrador heterodiegético (tercera persona), fíjese cuando entra a una iglesia justo «al son de las campanillas», o la confianza que le depositan por su “capacidad redentora” para traer la prosperidad y la modernidad al pueblo ficticio de la Estación El Olivo al ganar la candidatura de diputado.
Finalmente en su vejez, el único poder que tiene está en la persistencia de los objetos: su manta de vicuña, el sombrero y los cuatro perros feroces negros son los elementos que le conceden cierta autoridad. Sin dejar a un lado sus extensos viñedos, puesto que el único beneficio ha sido para él, nunca para los otros marginados, solitarios y desamparados.
Sin embargo la obra que escribe José Donoso no está emparentada al realismo social centrado en exponer detalladamente las circunstancias socioculturales de América Latina. El crítico literario uruguayo Emir Rodríguez Monegal (2013) sobre esto dice que:
ha concentrado su invención en explorar la realidad subterránea que está debajo de las capas de estuco de la novela costumbrista chilena (p.160).
La necesidad de una innovación literaria que sea compatible con las fijaciones de los autores se perfila en el chileno que se inscribe ya en una nómina de escritores que renuevan el marco del regionalismo (véase esto en los ‘transculturados’ de Ángel Rama), o en figuras tan lúdicas y deslumbrantes como el ingenioso Guillermo Cabrera Infante, o en una nueva “conciencia moral” en la que el crítico argentino Adolfo Prieto lo ubica (2013, p.413). Los marginados de José Donoso no esculpen en el silencio, sino en la viveza oral y vital de su realidad.
La preocupación principal donosiana está presente desde la elección de la perspectiva (la ya mencionada focalización fluida en los diversos personajes): la singularidad del individuo que, parecido a los actantes de Juan Carlos Onetti, se deja vencer por sí mismo, impávido, sin fuerza para actuar por un verdadero futuro. El abandono social se traduce por medio de la subjetividad, lo que provoca la resonancia de otra de las grandes órbitas de esta novela: el eros y el desasosiego.
De esto último el modelo se alza en la Japonesita. Ahorrativa y contundente, se preocupa por la carencia de luz eléctrica, como lo hizo su madre, la Japonesa Grande, propietaria del prostíbulo del pueblo en el que ahora es administradora. Al saber que el alumbrado es una quimera, al igual que el placer físico, se resigna y prefiere entumirse en su vivienda antes de irse a Talpa, el pueblo cercano. El futuro quedó vedado.
Por otro lado, Pancho, un joven trabajador, antiguo habitante de la Estación El Olivo, se halla en el cruce de ambos polos: tiene el afán de abandonar un pueblo que desprecia e insulta, desasirse de la autoridad de Don Alejo al que le debe dinero y comprarle la casa rosada y ensoñada a su mujer. Pero volcado en la desesperación (las deudas, las humillaciones, el problema con los fletes, cierta culpa y atosigamiento), el eros que experimenta por La Manuela, prostituta transexual, lo seduce como repele, sobre todo, ante la mirada de su cuñado Octavio.
A la sazón del eros, es notable que por las descripciones de Donoso tenga un paralelismo con la enfermedad o el acto violento. Desde La Manuela lo erótico se nombra:
y con la piel hambrienta de otra piel, de cualquier piel con tal que fuera caliente y que se pudiera morder y apretar y lamer.
Luego, desde Ema —esposa de Pancho—, nombra a sus dolores corporales como:
un fuego que quema aquí, un animal que hoza y me muerde y sorbe y chupa.
Hay que notar los verbos empleados que se vinculan con el elemento sufijal -fagia, es decir, entre devorar y las palabras marcadas en negritas por mí.
Acerca de esto se halla la instancia diegética donde Don Céspedes, empleado de Don Alejo, alimenta a los cuatro perros. La imagen es de una sugerencia cruenta:
La piltrafa sanguinolenta voló y los perros saltaron tras ella y después los cuatro juntos cayeron hechos un nudo al suelo, disputándose el trozo de carne caliente aún, casi viva.
Que, fatalmente, se reconfigura en otra instancia: cuando Octavio y Pancho golpean a La Manuela, simulando la bestialidad anterior, ahora, en su hombría herida cuando La Manuela besa a Pancho:
Los cuerpos pesados, rígidos, los tres una sola masa viscosa retorciéndose como un animal fantástico (…) unidos los tres por el vómito y el calor y el dolor allí en el pasto, buscando quién es el culpable, castigándolo (…) bocas calientes, manos calientes, cuerpos babientos.
En los dos casos, las imágenes de unas criaturas atacando: los perros sobre la carne cruda o los hombres sobre La Manuela indefensa. Así se establece una relación entre eros-enfermedad-violencia y la irracionalidad de los impulsos.
La Manuela, por último, converge en la dualidad que no tiene límites, las fronteras del ‘uno’ con lo ‘otro’. En ella no hay dicotomías, solo la fluidez y la transgresión. De los pocos personajes —quizá el único— que posee aún atisbos de vitalidad. El vestido rojo maltrecho que conserva con adoración es la conexión con sus aspiraciones eróticas y reminiscencias de tiempos considerados mejores, así como la camioneta en Pancho, fuerza de su trabajo, o el piano esperado por la Japonesita, símbolo de un progreso que concluye entre grietas, la frialdad y la noche. Esa noche atemporal que Don Céspedes, un erudito en potencia ve:
El tiempo tenía esa extraña facultad de estirarse, hoy parecía corto, mañana larguísimo, y uno nunca sabía en qué parte de la noche se encontraba.
Y esa noche es la que engulle y devora, sin importar las velas, la electricidad o el sol, porque la noche más terrible es la que es impulsada desde adentro del hombre, extendida e inacabable.
El dolor, el miedo, la conciencia de la muerte, la desilusión y la carencia de toda esperanza son las latencias que arroja José Donoso en la Estación El Olivo, y las figuras que por ahí sobresalen, ya agotadas.
Texto por: Dayana Campillo
Referencias:
Donoso, J. (2017). El lugar sin límites. Alfaguara.
Rodríguez Monegal, E. (2013). Tradición y renovación. En C. Fernández Moreno (Coord.). América Latina en su literatura (17º , pp. 139-166). Siglo Veintiuno Editores.
Prieto, A. (2013). Conflicto de generaciones. En C. Fernández Moreno (Coord.). América Latina en su literatura (17º , pp. 406-423). Siglo Veintiuno Editores.