El camino hacia el trabajo por las mañanas se ha convertido en mi prueba irrefutable de que ya no soy un adepto de la prisa. He olvidado cómo caminar con prisa e, incluso, para qué servía. Pero eso no me ha hecho inmune a ella; al contrario, me hizo más vulnerable a sus efectos. No es raro que dentro de mi rutina haya tenido que aprender la intrincada técnica de calcular la velocidad de los autos para cruzar las calles o el arte de dejar pasar sobre una banqueta atestada de personas. Estas son, quizá, algunas de las muchas técnicas que los peatones hemos tenido que sortear para no sucumbir ante la vorágine de la prisa, la plaga de las horas de entrada, la enfermedad del “ya voy tarde”.
Me gustaría ser como el peatón que Jaime Sabines imaginó, aquél que se reconoce caminante antes que poeta y termina “echado en la cama con una alegría dulce y tranquila”. Pero no. Soy un peatón asalariado, un peatón que ha caído en la tentación del “compre ahora, pague después».
Tal vez el peatón sea el ser más desprotegido ante el ataque de la prisa, pues no sólo se somete a su propio paso, sino también al de los demás seres. Camino a mi oficina no es raro que tenga ciertos altercados con automovilistas que creen que puedo acelerar igual que ellos, o ciclistas cuya idea de tránsito es la de todas las concesiones posibles, incluso a costa de la fragilidad de mi carnosa hojalatería. Para ellos, seres que se desplazan a una velocidad entre la vertiginosa aceleración de un motor y el paso raudo de un corredor, sólo puedo dedicar estos versos de Manuel Gutiérrez Nájera:
Al que monta en bicicleta
No lo insulto ni denigro:
Que toque bien la trompeta
Y que pierda la chaveta…
Pero ahora es un peligro.
La prisa es aquello que nos impulsa a vivir acelerados, a mejorar nuestro rendimiento aún a expensas de nuestro cuerpo y a ir más allá de las recomendaciones de tránsito. Este mal de nuestra época ha encontrado en la velocidad y la producción los principales detonantes para subsistir. Hoy en día hemos cambiado “el triunfo del más fuerte” por “el triunfo del más rápido”. Pero ¿a qué debemos la violenta naturaleza de la prisa? ¿Es acaso un mal necesario que ha estado con nosotros desde siempre?
La etimología de la palabra prisa me da una pista desconcertante: su origen está en el verbo latino premere cuyo significado (¡oh, sorpresa!) es apretar, oprimir, presionar. No es extraño que estos vocablos también tengan su consanguínea descendencia en palabras como primero, premura o, incluso, depresión. Desde su raíz, la prisa fue concebida como un aparato de control para aquello que es necesario mantener al margen: nuestro tiempo, nuestra energía, nuestro cuerpo.
Si la prisa es la manera de reflejar el control de las sociedades modernas, ¿cuál sería una alternativa ante ella? ¿Un paro total? ¿Una desaceleración drástica? Los grandes movimientos de trabajadores han encontrado en el parón total una amenaza directa a ese sistema: huelgas, sindicatos, organización colectiva, deserciones, abandonos; cada uno, a su manera, significan lo mismo en esa magna estructura: el reclamo del tiempo personal.
Imagino a las personas renunciando a sus empleos, pero también renunciando a las inclemencias del tiempo acelerado. Esas personas han decidido frenar en seco su paso para olvidarse del acelerador y andar a su propia velocidad. Han vuelto a discurrir sobre su propio pie. Si lo pensamos de esta manera, el peatón es también un desertor, un inconforme, alguien que se sabe indefenso ante la acelerada prontitud de la vida y aún así decide tomarse su tiempo para ir a su propio paso.
Más allá de una cuestión tangencial, de ir de un punto A a un punto B, encuentro en la caminata una oportunidad para ventilar las ideas o, en el mejor de los casos, compartirlas con alguien y discutirlas. Dentro de la antigua tradición de los paseos solitarios existe una relación estrecha entre el caminar y la generación de ideas.
En La gaya ciencia hay un fragmento en el que Nietzsche menciona que el acto de pensar debe realizarse a la par del movimiento. Un enemigo de la vida sedentaria como él era capaz de realizar larguísimas caminatas al aire libre y por paisajes boscosos. Con esto, combatía su migraña y dejaba fluir sus pensamientos de la cabeza a una pequeña libreta que siempre cargaba para esos andares. Por supuesto que para una mente como la de Nietzsche la escenografía citadina del smog, los cláxons y los pasos de zebra invadidos no darían los mismos resultados con los que conformó su obra filosófica, pero es divertido imaginarlo en escenarios en los que hubiera tenido que evadir algunos autos o motos para seguir escribiendo su obra en turno.
También Rousseau fue un peatón entusiasta. Dicen sus múltiples biógrafos que logró escribir su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres mientras caminaba por el bosque. Para él, la caminata era un placer relacionado con la escritura y el pensamiento, por ello, aprovechó los mejores años de su motricidad para hacerlo sin cesar, es decir, entre los 15 y 19 años. Algo que Rousseau nunca toleró de adulto fue la necesidad de trasladarse en auto debido a su agenda, por lo que desdeñaba la idea de siempre tener que llegar a un lugar. Esa necesidad bien podría ser uno de los testimonios de que desde el siglo XVIII la gente ya sufría el acoso incesante de la prisa.
Aunque Nietzsche corre por el lado del movimiento y Rousseau por el de los que no les gusta apurarse, ambos coinciden en esa necesidad de poner un pie frente al otro como una extensión de escribir una palabra tras otra. La escritura es para ambos una solución y un paseo de ideas.
Me gusta pensar en la escritura como ese equivalente de la caminata del peatón para combatir la prisa. Cuando escribimos podemos alterar el tiempo vivido del tiempo narrado, alargar los instantes o acortar larguísimos sucesos. También en la escritura hay atajos y rutas largas para disfrutar el paisaje, depende de las intenciones del caminante. Para mí, el ensayo es lo más cercano al paseo desinteresado, aquel que realizamos a lo largo de un camino por el simple placer de contemplar el paisaje sin importar si está dentro de nuestra ruta. El ensayo puede hacer sus recorridos en círculos o ser de naturaleza zigzagueante, pero su intención siempre estará encaminada a dar aire a esas ideas que nos atañen.
Más allá del autoconocimiento o empleo de nuestro ocio, tanto el ensayo como el paseo a pie bien pueden ser consideradas como herramientas para combatir la prisa. Tomarse el tiempo para divagar sobre la ansiosa costumbre de mordisquear los vasos de unicel o para recorrer a pie un camellón de más de cinco kilómetros de largo que ni siquiera estaba dentro de nuestra ruta son dos caras del mismo remedio contra el ritmo de nuestros días.
Puede que en el futuro los paseos a pie sean sólo un recuerdo vano reservado para quienes han quedado al margen del ritmo de la modernidad. O que incluso no existan más caminos por andar como en esas futurísticas fantasías en las que flotar es una nueva condición humana. En cualquier caso, confío en que siempre habrá afición por el tiempo libre y por los frenos de emergencia, ambos instrumentos tan necesarios y urgentes para volver a poner los pies en la tierra.
Lector y peatón. «Yo soy aquel». Dicen que soy el chico al que los golondrinos le laceran las axilas.
A veces escribo sobre lo que me gusta, otras entreno Pokémon.