El cazador – Alejandro Ortiz (México)
Ocultos detrás de las malezas y las cortezas de árboles, anidan miles de insectos sedientos de luz. Son criaturas especiales. Planean sobre el prado por la noche, gustosos de sobrevolar, a través de la luz de la luna, los campos del mundo. Algunos se desvían de su camino y terminan por confundir la luna con los faroles de la calle y entonces se ven condenados al exilio de su vuelo en el campo hasta estas calles silenciosas cuya única fuente de calor son los faroles y las lámparas de lectura de medianoche.
Yo los saludo con gusto. Enciendo el foco de 40 watts y 125 voltios que al instante comienza a hervir sobre mi mano y deja un aroma chamuscado en el aire. Se oye un ronroneo cerca. Ahí están, por la ventana. Se les ve llegar deseosos de calor. Al final de su camino, cuando las últimas gotas de luz en la calle se agotan, aparecen tras mi ventana.
Los dejo entrar. Tienen una estrategia perfecta: al ser pocos ya los de su especie, se han organizado en una perfecta sincronía para localizar las fuentes de calor sin poner en riesgo al resto de su clan. Primero sobrevuelan los bichos más fuertes, aquellas criaturas robustas, desarticuladas de miedo, con vista perfecta y alas en condiciones que realizan el reconocimiento del lugar y avisan a la siguiente horda de bichos (que a su vez son más numerosos) de la fuente de luz.
Poco a poco veo cómo se llenan los espacios blancos de la pared y el ronroneo se escucha más alto. Ahí vienen. Están sobre el escritorio, sobre el florero, sobre el ajedrez, sobre los libros y sobre mi cama. Los primeros que llegaron descansan y esperan a los demás, los miembros más débiles del clan, los más urgidos de luz.
Cuando la habitación se llena de chispazos, comienzan a cuartearse las paredes por las minúsculas sombras de los animalitos. Hay más. No ha faltado ninguno. Con gran elegancia serpentean el aire en mi habitación, alrededor de la lámpara caliente; unos se meten dentro, sienten el brío del calor y salen abrasados al instante por adelantar su dicha; los más inteligentes sólo sobrevuelan la fuente de luz, mientras sienten las ascuas desde lejos, con prudencia. Se forma entonces un torbellino marrón de animalitos.
Debajo de un aleteo incesante, minúsculo, van todos ellos corrigiendo el vuelo y se acercan a mi lámpara sin tocarla. Vuelan en formación, como un escuadrón de cazas en picada, kamikazes del sol, hasta que el primero envuelto en llamas da aviso a los demás de que la muerte es placentera y —abrasado en silencio— cae al desplome dentro. Uno tras otro desaparecen, lentamente, hasta que el ronroneo se apaga por completo. Dentro de mi lámpara los guardo a todos. La apago y vuelvo entonces al sepulcro de la noche sin ruido.
Alejandro Ortiz
Escribe desde hace varios años y es estudiante de Periodismo por parte de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Suele participar en muchos talleres literarios en México. Ha publicado algunos cuentos en antologías de universidades mexicanas y ha aparecido en conferencias sobre literatura joven en la Feria del Libro del Palacio de Minería, en la Ciudad de México, así como en la Biblioteca México y otras similares.