Parto de la necesidad de darle brújula a los sentidos y encaminarlos a través de la palabra. ¿Quién nos puede decir que lo estamos haciendo bien? ¿Quién figura en nuestros pensamientos cuando escribimos algo? Ése es el lector ideal. La confrontación con éste no es más que un pretexto para establecer un diálogo con uno mismo que anhela ser otro.
Mientras escribo esto, por ejemplo, imagino a ese lector inexistente recorrer cada palabra desde su inhabitable pantalla pensando que habrá algo más importante después de cada punto. En ocasiones le supongo un cuerpo y le asigno un nombre, puede ser alguien que conozco, alguien que ya no existe o simplemente alguien.
Parto de la necesidad de que este escrito está dirigido y debo demostrar a mi lector ideal que escribo bien, que soy digno de un aplauso y un pedazo de aceptación, que mis palabras deben coincidir con la autenticidad del que las escribe. Nada de esto es cierto. Lo auténtico no es más que una suerte de collage, un caleidoscopio de letras vacías, un plagio de palimpsesto.
El lector ideal, como todo ideal, no existe. Unas veces su imagen holográfica sirve solamente para apaciguar la soledad y hacer más habitable la pantalla. Otras, puede ser un tirano dedicado a esclavizar al escritor en función del texto (la máxima utopía). Las exigencias pueden llegar al punto en el cual el texto nunca se publique. ¿Cuántos escritos han sido sacrificados en honor al tirano? ¿Cuántos árboles fueron condenados a la hoguera por ese lector-verdugo?
Parto de la necesidad de elegir libremente. La elección consciente o libre está dada por la estima de uno mismo, es decir (recordando a Ricoeur), por saberse con la capacidad de decidir (aunque no se quiera) y con la capacidad de tomar iniciativa en lo que sea, de transformar el orden de las cosas (aunque luego sea complicado finiquitar el asunto). Como no soy marioneta del destino ni fuerza natural puedo escribir, jugar con el destino y las fuerzas naturales.
Sin embargo, la elección o escritura estará condenada desde la primera letra a sólo ser una. En otras palabras, cada letra le impondrá al texto un solo destino. Paradójicamente la libertad de elegir merma la misma libertad. Ni las fuerzas naturales del texto ni las rabietas más abruptas del escritor podrán escapar de la limitada palabra. Pero ¿para qué escapar? nos diría algún hipotético lector.
Las combinaciones infinitas de las palabras nos permiten escribir con total libertad y cierta originalidad, las innumerables formas de tratar cualquier tema son evidencia de que el lenguaje no es un impedimento, sino una herramienta. Evidentemente la técnica y la práctica encaminarán de forma adecuada cada palabra y el escrito será intención. En este caso el lector ideal no será más que el escritor ideal. La palabra, el escritor y el lector en función del texto.
Imagino a un lector que parte de la necesidad de un final y un principio (no importa el orden). El lector busca una afirmación contundente que pueda repetir. La pregunta para llegar a tal afirmación debe ser formulada en el texto y dar cabida a todo tipo de posibilidades. La respuesta tendría que estar en un punto crucial del texto para que sea contundente. A manera de conclusión dejemos las afirmaciones contundentes como preguntas para llegar a una afirmación quizás inexistente: (¿)la escritura parte de una necesidad(?),(¿)todo favorece al escrito(?),(¿)la palabra es un medio(?),(¿)hay libertad en la escritura(?).
Autor: Missael Contreras