“La memoria se ancla en el espacio. De hecho, el espacio se constituye en uno de los marcos sociales de la memoria, ya que puede ser pensado como un recurso que evoca el recuerdo a partir de imágenes graficadas en el entorno”.
María Ana Portal
La muerte en México como un hecho concreto e inevitable de la vida suele tener múltiples significados y diversas simbolizaciones que forman parte de nuestra cotidianidad, desde la perspectiva moralista de la religión católica hasta la personificación del culto a la Santa Muerte. No obstante, existen otras prácticas culturales que dan cuenta de la importancia y el respeto que tienen los vivos hacia quienes ya no están en este plano.
En la Ciudad de México se suelen observar cruces en los costados de los caminos, ya sea en calles, avenidas o carreteras. Se trata de cruces muy parecidas a las que se encuentran en los cementerios y a veces las vemos con flores e incluso con veladoras. Es común que dichas cruces tengan grabados algún nombre y una fecha, pues es justamente parte de la finalidad que se persigue con este tipo de actos.
La idea de Michel Foucault de que vivimos en la era del espacio y la yuxtaposición es válida cuando distinguimos en un mismo espacio varias temporalidades. Es decir, el espacio urbano no sólo es lugar de personas vivas que se levantan por las mañanas al trabajo para generar un futuro. También sigue siendo lugar de quienes hace tiempo, incluso siglos, ya partieron, y que se siguen recordando pues hay una materialidad que permite esta sincronización.
La ciudad está repleta de monumentos, placas y estatuas que desde un enfoque simbólico siguen manteniendo con vida a ciertos personajes muertos que por sus hazañas o logros se ganaron una trascendencia, al menos en la memoria colectiva. Pero cuando ya no exista un referente material que vincule el espacio de los vivos con los muertos todo será diferente. Lo más probable es que se pierdan en el olvido.
Pero la memoria histórica no es exclusiva de personas ilustres, se trata de una condición común de la humanidad. Las cruces en el espacio urbano son referentes que recuerdan que ahí culminó una vida. La mayoría de las veces en un accidente de tránsito, en choques o atropellamientos, pero también en alguna riña o un asesinato directo como un ajuste de cuentas. La intención de los familiares que colocan estas cruces es dejar una marca para que la sociedad no olvide el acontecimiento, o como una señal o advertencia.
En esta “sobremodernidad” en la que habitamos la ciudad toma distintas caras. En ocasiones me parece un cementerio olvidado, porque pocas personas renuevan las flores de estas cruces, porque la pintura que un día fue un nombre y una fecha, al pasar el tiempo y las lluvias, se disuelve, porque en ocasiones es más sencillo no olvidar que recordar y porque las veladoras se terminan apagando.
Los cuerpos de quienes pierden la vida en las calles se encuentran en otros sitios, en una pequeña caja convertidos en cenizas o bajo un montón de tierra en algún panteón. Sin embargo, siguen perteneciendo al espacio urbano en forma de símbolo, muchas veces sin nombre, pero con una cruz que nos recuerda que detrás hay una historia, aunque ya no se sepa.
Para Edmund Leach el tiempo y el espacio sagrado se encuentran en un umbral que se contrasta con una cotidianidad pagana. Quizás ese sea el destino de toda la humanidad, vivir sin significar más allá de nuestra propia existencia como seres vivos y conseguir una sacralidad justo después de haber muerto. Ser trascendentes y convertirnos en símbolo con la ayuda de un objeto, que no somos nosotros, pero que nos permitirá seguir existiendo bajo las faldas de una memoria histórica, que, a pesar de los pesares, como un río llegará siempre al mar del olvido.
Autor: Diego R. Hernández