La nave del olvido – Luis H. García (México)

La terracería debajo de los pies tiene esa sensación peculiar. Los pasos se vuelven suaves mientras vas avanzando entre el terreno irregular, levantando ligeras nubes de polvo tras de ti e imprimiendo las huellas del zapato. Uno siente que la tierra lo abraza. Pero también te hundes. Te aprisiona. No quiere que te vayas, no te deja ir. Yo apenas logré escapar. Habría que detenerse a atrapar el sabor terroso del aire, que acaricie la lengua como el barro húmedo. El viento frío hace volar los cabellos y produce un silbido al atravesar los cables eléctricos. Cuando me fui aún no estaban. Las casas son más pintorescas ahora. Tejas rojas hasta donde alcanza la vista. Lo recordaba todo más triste, más opaco. No pensé que volvería a caminar por aquí. Pero la carta lo cambió todo. Mi madre solía decir que mis letras eran como patas de araña. Esa carta estaba escrita con patas de araña, casi una calca de las mías. Una mujer que se le va la vida atrapando arácnidos y quitándoles los miembros, coleccionándolos a través de los años para ir formando lentamente las palabras, una a una: “…quiero verte. No sé nada de ti. Te estoy esperando. Ven…”. Me pregunto cuánto tiempo tardó en tomar el valor para escribirla. 

El primer recuerdo que me atrapa es el que viene acompañado del acercamiento a la casa de mi tía Juana. Su casa es de las pocas casas viejas que aún quedan de pie. Ella siempre estuvo ahí, firme como su casa, cuando el intenso azul del cielo se volvía oscuro y mi mamá me perseguía con una rama de mezquite. O cuando se escuchaba cómo caían rocas en el tejaban y mi madre, entendiendo la señal, discretamente abandonaba el lecho para irse al monte o a encerrar al establo. Entonces no lo entendía. Mi tía Juana me decía que mi madre tenía que conseguir las mazorcas para el nixtamal o las gorditas. Yo pensaba que el maíz sólo se podía cosechar de noche. De cualquier forma, seguía siendo raro, pues mi tía era quién me servía el plato de frijoles o de mole con pollo en días de fiesta. Hay un moño negro sobre el arco de la puerta de la casa y cañas alrededor de ella. Alguien ha muerto. Lo más probable es que sea la tía Juana. Debió de haber tenido cerca de setenta años, pero aquí la gente no vive mucho. Los habitantes, como el cerro en noviembre, se secan. La tierra les chupa la vitalidad y los árboles dan frutas jugosas en verano. Pobre tía Juana. Me arrepiento de haberla abandonado a ella, a sus platos de frijoles y su vientre infértil. No tengo el valor de acercarme. Ya para qué.

Sigo caminando entre las escasas casas de adobe que se ven atrapadas ahora en las renovadas construcciones de ladrillo. La ladrillera les dio trabajo a muchos, pero aun así no evitó que otros tantos partiéramos. Intentar alcanzar el progreso antes de que él nos alcance a nosotros. Tenía diecisiete años cuando dejé el pueblo. Mentiría si dijera que no sabía que la vería después. No quería verla de nuevo. Ni a ella ni al pueblo. A sus laberínticas calles llenas de mujeres abnegadas y hombres golpeadores. Yo no conocí a mi papá, y en parte lo agradezco. Los niños solían decirme que seguramente mi padre era Eulalio Álvarez, una clase de ladrón leyenda del pueblo. Pero Eulalio Álvarez tampoco estaba. Ausencia. El no existir de algo. Cuando mi vida se vio dividida en dos y me vi obligado a rellenar la parte que había sido ocupada por el pueblo con algo más. Eliminar la ausencia. Hacer que algo existiera. En la central de autobuses vi mi mitad ocupada de nuevo. Ahí conocí a Alma. Mi alma. Mi Alma. Foránea también, pero ya se las sabía todas. Conseguir el transporte más barato y las pensiones sin cucarachas. Nunca preguntó por mi pasado, sólo supo lo necesario, que yo no quería hablar de ello. Y lo aceptó, junto con los otoños que tenía para entregarle.

No me reprochó. Mi madre no me reprochó por dejarla abandonada aquí. Abandonar. Una palabra que, presupone, se cuidaba algo, pero ahora ya no. Se ha dejado sin cuidado. A la merced de sí mismo. Como el capitán que deja su nave para que sea carcomida por el tiempo y la sal. No me importó si mi madre se ahogaba en su sudor y melancolía. Me pregunto si ahora tendrá la tristeza impregnada en su rostro. Un pergamino que habla de una vida cansada de andar de aquí para allá. Entre las cuatro paredes del cuartucho que llamábamos casa. Es extraño referirme a ella como mi casa, nunca la sentí así, excepto cuando me sentaba debajo de la jacaranda pues mi madre tenía clientas. Un árbol grande de hojas moradas que caían como danzando. Me mandaba a sentar ahí o a recoger, con mucho cuidado, una planta de flor blanca y bolas espinosas para sus remedios. Recordar esa época es como cuando uno recuerda la muerte de un ser querido. Un fogón que encandila la mente.

Volver aquí es desenterrar lo que más odio de mí mismo. No tenía que venir, no le debo nada a ella. Toda mi vida me la pasé haciendo que los demás, enterados de mí, conocieran mi vida de primera mano. Mi existencia como una entera justificación de sí misma, teniendo que explicar por qué no tenía papá como otros o, por qué a pesar de las habladurías de las mujeres, ellas mismas eran quienes visitaban a mi madre cuando necesitaban regular sus lunas rojas. Tal vez debería regresar. Dar la media vuelta, comprar un boleto de autobús y cuando Alma me pregunte fingiré que todo sucedió. Si llego, ¿qué le diré? ¿qué me dirá? No dijimos tanto en tanto tiempo. ¿De verdad hay algo que decir? Le diré muchas cosas. A pesar de todo tengo tanto que decir.

Y ya estoy aquí, a la puerta de la vieja casa, y un moño negro, igual que el de la casa de la tía Juana, escolta la entrada. Un olor como a humedad envuelve el ambiente. Hay un sirio enorme en la esquina. Cruzo el umbral y mi tía Juana sentada en una silla.

-Mijito. No alcanzaste a llegar. Ella quería despedirse de ti. Mijito. Mi tía se levanta de la silla y me abraza. El cuerpo de mi madre se encuentra tendido en un catre viejo al centro de la única habitación. Se pueden ver unas cuencas hundidas debajo del velo de encaje amarillento. Un rebozo negro la envuelve de pies a cabeza. La única persona velándolo es la tía Juana. La siempre amable con su hermana. Los demás habitantes del pueblo se hicieron de oídos sordos. Siempre supe que moriría sola. Aunque nunca me detuve a pensar si ese “sola” me incluía a mí. La tía Juana comenzó a llorar de nuevo. Dejé la casa y corrí al monte. Corrí y me hinqué en la sequedad de la tierra. Tomé puños y los apreté con rabia y grité todo lo que no alcancé a decirle. 

“4 de julio.

Hijo.

Han pasado muchos años desde que te fuiste. Perdí la cuenta de tantos ya. Ya no me queda nada. Ya no sirvo para nada. Mis piernas me duelen y el sereno de la mañana me hace toser. Me gustaría verte. Aunque ya no pueda trabajar todavía quedan fuerzas en este montón de cueros curtidos. Te fuiste sin avisar hijo. Sabías que no sé leer. Me costó aprender. Me costó años de sudor y sangre poder aprender las letras para poder entender tu nota. Ya sabía qué decía. Don Teófilo me ayudó a entenderla. Pero quería entenderla por mí misma, y poder responderte. Ha sido mi mayor preocupación todos estos años. Sé que no fui una buena madre. Cuando me enteré de que estaba preñada intenté deshacerme de ti. No pude. Te aferraste a la vida. Siempre has sido un aferrado. Al intentar usar mis remedios contra ti, me deshice de mi instinto de madre. Yo no quería ser madre ni quiero serlo. Pero qué se le va a hacer. Aun así, te quiero. Quiero verte. No sé nada de ti. Te estoy esperando. Ven.

Tu madre.”

 

Sobre Luis H. García

Es oriundo de Guadalajara, Jalisco. Estudiante de la licenciatura en Letras Hispánicas por parte de la Universidad de Guadalajara ha participado en diversos foros y publicaciones independientes. Miembro fundador de la Red tapatía de revistas y fanzines y cofundador de la revista literaria independiente Patíbulo.

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