La fotografía es verdad. Y el cine es una verdad 24 veces por segundo.
Jean Luc Godard
Roma (2018) de Alfonso Cuarón se ha convertido en la película del momento. Hablar de ella conlleva otros aspectos más allá de los meramente fílmicos, y no es para menos, ya que las lecturas que se han desprendido de ella han llevado a debates de toda índole: racistas, clasistas, de género, de popularidad, histriónicos y hasta a cuestionamientos que tienen que ver con la producción de cine en México.
Y es que en lo que podemos estar de acuerdo todos es que Roma es una película para la que no estábamos preparados. Su sorpresa fue una irrupción en nuestras concepciones del cine mexicano, para algunos buena y para otros como un retroceso y sin embargo, para todos fue significativa.
¿Pero en qué radica este aspecto significativo? ¿Qué es lo que hace tan especial a la película? ¿Qué puede encontrar la crítica de Cannes, Viena y los Oscar para poner en un pedestal a este largometraje? Desde mi perspectiva, sus méritos trascienden los sociales y políticos (que son importantes para comprender la obra como un todo) como un murmullo que puede pasar desapercibido en una primera lectura de la película.
No pretendo hablar de la carrera de Cuarón o de los aspectos técnicos del filme (como su fotografía), sino de una serie de aspectos que juegan un papel importante para la significación de la obra y que pueden ayudar al espectador a una futura nueva lectura del filme.
¿Un neorrealismo mexicano?
Al ver Roma no pude evitar recordar al neorrealismo italiano (1942-1951), movimiento cinematográfico que surgió contra las producciones de “teléfono blanco” que promovió el gobierno de Mussolini y donde se presentaban dramas de la clase alta italiana.[1]
En su libro El arte cinematográfico, David Bordwell y Kristin Thompson mencionan que en el neorrealismo italiano “Quizá aún más influyente fue el sentido neorrealista de la forma narrativa. Reaccionando contra los dramas de <<teléfono blanco>>, de intrincados argumentos, los neorrealistas tendían a abordar con menos rigor las relaciones narrativas. […] Aunque por lo general las causas de las acciones de los personajes se consideran específicamente económicas y políticas (pobreza, desempleo, explotación), los efectos son a menudo fragmentarios y poco concluyentes”.[2]
Esta búsqueda por la realidad de la posguerra también llevó a directores como Visconti o De Sico a buscar actores que no fueran profesionales. Basta recordar El ladrón de bicicletas (1948) para darnos cuenta de este aspecto, ya que el protagonista de este filme fue un obrero que se apegaba a toda la visión que el movimiento requería (lo que podemos ver en el caso de Yalitza Aparicio).
Por esto mismo, las historias del neorrealismo tendían a la ambigüedad:
“La ambigüedad de las películas neorrealistas es también producto de la narración, que rehúsa proporcionar un conocimiento omnisciente de los hechos, como si se reconociera que la totalidad de la realidad es simplemente impenetrable. […] La tendencia del neorrealismo hacia la construcción de un argumento que cuente un fragmento de la vida tal y como es y una narración libre otorga a muchas películas del movimiento una cualidad de final abierto opuesta a la clausura de la narración del cine de Hollywood”.[3]
Entonces, el neorrealismo italiano se levanta como una ventana que da hacia las calles convencionales, la cámara abandona su calidad de “vigilante” y se vuelve “testigo”; su visión, pensamiento y capacidad para escuchar se reducen a las capacidades convencionales de cualquier persona en cualquier momento y en cualquier situación. No podemos determinar un final porque no trascendemos, como espectadores, la barrera y materia primordial para este tipo de cine: la vida; y mientras haya vida, seremos espectadores y actantes.
Pero, ¿cómo entra Roma dentro de estas características? Principalmente, por la cámara. El neorrealismo italiano también se distinguió por el uso de tomas abiertas y travellings que demostraban la libertad del director para filmar los espacios públicos y cerrados en los que se desarrollan personajes convencionales, y esto en Roma es la base para la narrativa y su significación.
Recordemos una de las escenas más memorables de la película: cuando Cleo entra al mar para salvar al hijo de su patrona. Desde el inicio, la cámara nos posiciona a un costado de ellos, no nos hace parte de la acción ni nos deja apreciar ningún detalle en la arena o en su actividad, simplemente nos postra a su lado. Cuando Cleo inicia su recorrido hacia el mar, la cámara inicia el travelling, pero se mantiene a la misma distancia de donde inició.
No hay un overshoulder para ver a Cleo pelear y romper las olas o tragar agua de mar, simplemente vemos cómo el agua golpea su perfil mientras avanza. La cámara nos condena a ver a Cleo tragar agua salada y a nosotros a ahogarnos con el mutismo. No penetramos en la acción, somos testigos silenciosos, como un espectador educado en cualquier sala de cine. Y así avanzamos y regresamos al punto en que comenzó todo.
Podemos ahondar más en este aspecto al recordar el final de la película. Si bien, el final me parece plagado de signos, su ambigüedad rebasa cualquier lectura. Al final, ¿Cleo transformará su perspectiva después de realizar su “viaje de transformación”? ¿Qué tiene Cleo que contarnos a nosotros como espectadores y a su compañera de trabajo? ¿Ella nos condena al silencio como la película la condenó a ella? Tal vez al final, nuestra tarea como espectadores sea devolverle un poco a la obra e imaginar cómo continuar la vida de Cleo.
Cleo: una máscara, el silencio y lo mexicano
Una de las grandes condenas que la opinión popular ha dado a Roma es la pasividad y taciturnidad de Cleo. El saber tan poco de Cleo, más allá de su nombre o su profesión, nos hace sentir de inmediato que la película nos queda a deber. Sin embargo, este silencio no es gratuito ni fortuito. Lo que Cleo comunica con su silencio es la base para construir la narrativa del filme.
Nuestra protagonista, una mujer indígena que sirve a una familia de clase media en la Ciudad de México, abandonada a su suerte con un embarazo no deseado y en medio de una crisis familiar en donde no forma parte mas que como un objeto o una presencia gentil y callada, nos recuerda al laberinto solitario que es el ser mexicano de Octavio Paz.
“… el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. […] todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad. […] Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arco iris súbitos[…] En suma, entre la realidad y su persona establece una muralla, no por invisible menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo”.[4]
Cleo es este ser alejado, hermético, apartado, pero ambivalente que se arma con una máscara para sobrevivir frente a sus patrones y a nosotros como espectadores. Estamos tan apartados de Cleo para comprender su realidad o interpretar su silencio.
Cleo es una jaula, un laberinto de soledad, es una de las caras de “lo mexicano”. Recordemos dos momentos clave para entender esto: primero, cuando Cleo está con su compañera de trabajo en su cuarto de servicio; segundo, cuando Cleo va a su primera revisión con la ginecóloga del IMSS.
En el primer caso, cuando Cleo y su compañera se preparan para dormir en el cuarto de servicio y comienzan a hablar en su lengua materna, entre risas y bromas, descubrimos, por primera vez, una parte de Cleo, un fragmento de su voz, pero una voz diferente a la rígida y temerosa con la que se comunica con su patrona.
Para nosotros, espectadores de habla hispana, nos es ajena la lengua en la que Cleo se comunica. Los subtítulos nos ayudan a saber qué es lo que realmente dice. Cleo, al sentirse libre de atavíos de las horas laborales, muestra quién es, muestra una parte de su voz, nos deja ver una parte de lo que realmente piensa y siente. Pero sólo parcialmente, ya que ella se descubre como un ser enjaulado que sólo en su lengua se siente protegida, cobijada y ágil.
Cleo se sabe poseedora de una palabra que no todos entienden, sólo una minoría (en este caso, su compañera). Es por ello que la protagonista reserva el silencio y la máscara de la timidez a las demás personas, a las personas que no conocen su verdadera lengua. Para ellos, Cleo no tiene voz.
En el segundo momento, cuando Cleo hace su primera visita a la ginecóloga, somos testigos de una escena incómoda y larga, pero es precisamente esa incomodidad la que lleva a Cleo a comunicarse a partir de su silencio. Más allá de las respuestas de rutina, vemos cómo la protagonista se encuentra con una figura de autoridad. Cleo se reconoce o se siente inferior a la doctora quien invade su privacidad.
La inferioridad que siente Cleo no es por una cuestión de profesión, sino porque la doctora irrumpe con total naturalidad en un espacio para el que Cleo no tiene palabras. Ella no se supone libre frente a los otros, por lo tanto tampoco se considera apta para tener una privacidad o intimidad. Su cuadro de valores desparece con cada palabra que la doctora le dice y diluye poco a poco su imaginario y creencias. Por ello, trata de aferrarse a lo poco que le queda de ellos con su silencio y evasión.
Para la protagonista, el silencio y la lengua española son una manera de evadirse, de camuflarse. Son subterfugios para trasladarse en su día a día. “Simular es inventar o, mejor, aparentar y así eludir nuestra condición. La disimulación exige mayor sutileza: el que disimula no representa, sino que quiere hacerse invisible, pasar inadvertido -sin renunciar a su ser-“.[5]
En busca de la voz perdida
Por último, me gustaría retomar de nuevo la escena del rescate en el mar. Antes de esto, recordemos que Cleo había perdido a su hija y la familia atravesaba un divorcio. Todos los personajes sufrían un duelo, pero sólo Cleo lo callaba.
Después de que Cleo rescata a los niños y todos se reúnen en la playa, también por primera vez, oímos algo que desconcierta al espectador y a los demás personajes: “Yo no quería que naciera”. Esta confesión es el punto de inflexión en el que todos los sucesos de la película y las escenas analizadas resaltan su sentido.
Cleo decide entrar al mar, enfrentarlo en una pelea dispareja porque busca reivindicar su culpa. Ella se sabe poseedora de una gran culpa y el mar, como cualquier buen confesionario o purgatorio, es el escenario que ella escoge para purificarse y cumplir con la tarea que ella considera importante: salvar y cuidar a los niños.
Al salir, Cleo rompe en llanto. Sabe que su prueba ha concluido, que ahora tiene el valor para pronunciar la palabra que no había conocido. Encuentra una guía para esa inmensa soledad: la voz que la reivindica, no frente a los otros, sino con ella misma. Y es esta la recompensa que tanto había anhelado.
https://www.youtube.com/watch?v=O35_LFDb4Us
Roma sigue una historia simple, pero no por ello menos significativa. Si bien es cierto que ha recibido muy malos comentarios por parte de la opinión popular, me parece que eso se debe, principalmente, por la sesgada educación cinematográfica que ofrece nuestro cine nacional.
Porque lo cierto es que a lo largo de su historia el espectador mexicano no ha tenido una referencia cultural de cine como el Neorrealismo en Italia, la Nouvelle Vogue en Francia o el Expresionismo en Alemania . Y es que estas corrientes cinematográficas, más que entretener, buscaban educar y formar una ideología que se expandiera y educara al público. Por ello, tal vez esta película represente la punta de un estilo cinematográfico mexicano que se ha venido gestando desde hace varios años.
Así, Roma puede ser una película frente a la que encontramos más preguntas que respuestas: ¿cómo es que nosotros mismos llegamos a ser jaulas frente a los otros? ¿Cómo es que el silencio afecta más fácilmente a personas en la condición de Cleo? ¿Somos dueños de nuestra voz o sólo máscaras frente a los otros? Lo cierto es que, al igual que a Cleo, sólo la conciencia de nuestra palabra nos hará libres.
[1] Bordwell, David y Thompson Kristin, El arte cinematográfico. Una introducción, Ediciones Paidós, Barcelona, 1995.
[2] Ibidem.
[3] Ibidem.
[4] Paz, Octavio, El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, 2010.
[5] Ibidem.
Lector y peatón. «Yo soy aquel». Dicen que soy el chico al que los golondrinos le laceran las axilas.
A veces escribo sobre lo que me gusta, otras entreno Pokémon.