«Pudores homicidas», un ensayo de Gabriel Zaid
El 2 de octubre de 1968 es una de las fechas más funestas y vergonzosas de la historia moderna de México. Durante esa noche, el ejército mexicano, con el respaldo político de Gustavo Díaz Ordaz, atacó, detuvo y asesinó a cientos de estudiantes que se encontraban en una concentración en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Este hecho, tan comentado y recordado hasta nuestros días, marcó un antes y un después en la vida cultural del país. A propósito, el escritor mexicano Gabriel Zaid dedicó en 1971 un ensayo titulado «Pudores homicidas» en el que cuestiona e ironiza la posición de los medios de comunicación y la clase política para encubrir el acto atroz por medio del silencio y el pudor.
A continuación compartimos el ensayo completo:
Quisiéramos olvidar lo que pasó en Tlatelolco. ¿Cómo vivir contemplando ese espejo que nos echa en cara tantas muertes?
En México, somos incapaces de decirnos ciertas verdades, amistosa, respetuosa o al menos inteligentemente. No tenemos práctica, no tenemos facilidad. Hacer, recibir o presenciar una crítica, la menor crítica, nos hace sentirnos mal. Nos hace entrar en crisis, y no en la crisis de un replanteamiento (que le daría sentido a la crítica) sino en la crisis de una explosión emocional. Pareciera que el mundo se derrumba, que el cielo estalla en melancolías y cóleras de insultos, truenos y tempestades; y que corre, no agua, sino sangre, inundándolo todo. Al final, no queda todo despejado, como sería el esperarse en un buen proceso crítico, sino todo manchado, rencoroso, infame.
Se comprende que tamaño desastre se evite a toda a costa. Que haya hasta cierta delicadeza en matar, antes de llegar a esos extremos. No es sólo que tengamos, como prueban las estadísticas, cierta facilidad para matar, y ninguna para decir ciertas cosas delante de quien pueda ofenderse. Es que, literalmente, sentimos que la crítica es más terrible que el asesinato.
Por eso es tan difícil criticar, amistosa, respetuosa o inteligentemente. La presión social hace que uno se sienta un asesino por el mero hecho de criticar y esta conciencia criminal puede arrastrar, en efecto, al insulto, la mentira o la estúpida negación del otro, que confirman el sentir común de que la crítica es imposible: sólo puede existir como una forma vejatoria y cobarde de suprimir al otro. Sólo puede ser la pistola de quienes quieren demostrar que son muy machos, sin tener las agallas para matar.
¡Cuánto más decoroso es callar o eliminar al otro de verdad! ¡Qué refinada cortesía puede haber en el homicidio! ¡Si el mundo comprendiera que nuestros homicidios son realmente una especie de pudor!
Alguna relación habrá entre la refinada cortesía y las estadísticas de homicidio en México. Entre el escrúpulo de no tocar «ni con el pétalo de una rosa» a una mujer y el negarle capacidad de discusión. Entre la exquisita evasión de la verdad entre amigos y la violenta negación del otro que llega a suprimirlo. Entre el terror a la crítica y la falta de terror al homicidio.
Somos capaces de ahogar en sangre una discusión, para volver a ser corteses y restablecer la normalidad: la omisión de la verdad ante quienes pudieran sentirse mal. ¿Cómo vamos a herirnos, ni con las más remota crítica? ¡Matar, antes que ofender!
Y, recíprocamente, la defensa propia incluye la de un espacio sagrado inviolable, íntimo y «oficial», que no puede ser amenazado sin suscitar reflejos asesinos.
Estamos dispuestos a matarnos antes que a franquearnos. La historia de los compadritos que se emborrachan, y pasan del » yo soy tu padre», puede ser una cruel figuración de nuestra historia reciente. Cuando la borrachera abre las puertas de la franqueza, y el franqueo parece convertirse en hermandad, puede surgir el terror a la comunicación que lleva de la mano tendida al asesinato.
El pudor asesina cuando se vuelve fetichismo. Scheler, que escribió contra el resentimiento disfrazado de moral, defendió el verdadero pudor, con un argumento insuperable: el pudor no es un simple convencionalismo. Expresa la conciencia de ser inabarcables. De que el cuerpo es finito, tiene peso, orificios, figura, pero es más, mucho más que eso. Por lo cual, defender hasta la muerte el secreto de una parte pudenda tiene sentido como defensa del ser inabarcable (no ser reducido a objeto), pero se vuelve un fetichismo en cuanto parece conceder que lo sagrado está ahí, localizable en «eso». Ya Nezahualcóyotl decía que «Dios no ha puesto casa en ninguna parte».
San Agustin defendió el derecho al suicidio de una mujer que fuese a ser violada, aunque dijo también que era excesivo, porque lo sagrado del cuerpo no está en esto o aquello. Hasta hace relativamente poco, muchas mujeres no se dejaban explorar por un médico, aunque el pudor les costase la vida. Y la patria invocada por ciertos pudores nacionales parece estar en ese caso: la muerte, antes que el examen de la entrañas. La muerte, antes que tocarla ni con el pétalo de la más remota crítica.
Todo esto surge por La noche de Tlatelolco, impúdico libro cuya publicación puede ser signo de mejores tiempos. ¡Qué bueno que no mataran a Elena Poniatowska, y que Elena no crea en el chisme, el silencio o los balazos, sino en la publicación! ¡Qué bueno que haya tenido el valor de enfrentarse al espejo de esa noche horrenda, durante meses, durante años, recomponiendo la explosión en la memoria colectiva, recomponiendo el espejo roto en mil pedazos por nuestra furia y nuestro desconsuelo! ¡Qué bueno que tenga el pudor, el verdadero pudor, de hacernos examinar esa herida!
No sanaremos de Tlatelolco mientras no bajemos al infierno de esa noche hundida en la zona de nuestras vergüenzas. Mientras creemos que todo fue una pesadilla que afortunadamente ya paso. Mientras creamos que la represión y el homicidio son una mancha horrenda nada mas de los otros, sin verla en nuestra falsa cortesía, en nuestra falta de valor civil, a nadie, desde nuestros íntimos hasta los personajes públicos. Mientras la crítica no pueda ser más que chisme, insulto, balazos o autocrítica desde arriba.
Referencia
Zaid, Gabriel. Cómo leer en bicicleta, Random House Mondadori, México, 2009, pág. 140-144.
Lector y peatón. «Yo soy aquel». Dicen que soy el chico al que los golondrinos le laceran las axilas.
A veces escribo sobre lo que me gusta, otras entreno Pokémon.