Salvador Dalí y las trampas de la imagen
Pensar en Salvador Dalí (1904 – 1989) es tener en la mente a un excéntrico personaje con bigotes relamidos cuyas obras no sólo cautivan, sino que invitan al espectador a examinarlas minuciosamente por la aparente saturación de elementos descabellados: relojes derretidos, esferas y copas perdidas, árboles muertos y hasta elefantes con patas alargadas, cuya relación moldea una serie de interpretaciones tan diversas entre sí.
Basta recordar un par de sus obras más famosas como La persistencia de la memoria (1931) o Los primeros días de la primavera (1929) (entre muchas otras) para darnos cuenta que el imaginario de Salvador Dalí era precisamente una interpretación basada en lo más profundo de sus sueños y la fantasía.[1] La manera en que el pintor decide mostrar la composición de sus cuadros es una mezcla de elementos insólitos e incoherentes que conviven en el mundo real y se relacionan entre ellos para establecer significaciones motivadas por el sentido fantástico del artista, o lo que para él era plenamente la imaginación, su materia principal en el arte.
Hacia una forma de ver a Salvador Dalí
Si bien es cierto que Salvador Dalí consolidó un estilo propio dentro del surrealismo, no podemos dejar de notar las similitudes estéticas que compartió con artistas del mismo movimiento, como Giorgio de Chirico (1888 – 1978), René Magritte (1898 – 1967), Edith Rimmington (1902 – 1986), Wolfgang Paalen (1905 – 1959) o Leonora Carrington (1917 – 2011). Dichas similitudes radican en la búsqueda constante (y aparentemente perpetua) de la resignificación de los objetos que pintaban, los cuales incluso hoy en día pueden prestarse a diferentes interpretaciones.
Chirico optó por las composiciones que envolvieran los pensamientos y preocupaciones más profundas de las personas, Magritte jugó con las fronteras de la realidad y la arbitrariedad de los signos lingüístico y pictórico, mientras que Carrington, Rimmington y Paalen exploraron lo más profundo del sueño humano hasta llegar a representar los deseos, pesadillas y miedos más comunes.
Pero Dalí buscó un nuevo nivel de consciencia en la pintura impulsado por la necesidad de demostrar cómo las formas y colores tienen la capacidad de formar nuevos sentidos.[2] Esto lo llevó a explorar nuevos usos de la perspectiva y los objetos dentro de la misma composición para crear imágenes que no sólo fueran cautivadoras por su calidad visual, sino también por el reto de descubrir cada uno de los elementos que conformaban sus cuadros y cómo estos se relacionaban para crear significados producidos por el artista y el espectador.
Una manera interesante de abordar las obras de Salvador Dalí es a partir de las ideas de dos teóricos de la imagen: Herbert Read (1893 – 1968) y John Berger (1926 – 2017). El primero, en su libro Imagen e idea (1955), sostiene la teoría de que las imágenes son los elementos principales para el desarrollo de la conciencia humana, incluso sobre el lenguaje. Para Read, los humanos miran antes de escuchar o hablar, por lo que la imagen del entorno es el primer estímulo que tenemos para construir nuestra conciencia. A partir de ella, una persona es capaz de articular un lenguaje:
“Antes de la palabra fue la imagen y los primeros esfuerzos registrados del hombre son esfuerzos pictóricos, imágenes raspadas, picadas o pintadas en las superficies de las rocas o de las cavernas. […] Podemos buscar el pasado, como lo ha hecho Gertrude Levy, desde las prácticas religiosas y las costumbres sociales conocidas para reconstruir, a partir de una cuidadosa observación de la evidencia fragmentaria, el amanecer de una conciencia todavía ilógica, sin noción de causalidad, pero que ya capta la sincronicidad, es decir, que es ya capaz de establecer una conexión mental entre los hechos que ocurren en lugares separados. El establecimiento de una conexión, por irracional e ilógica que puede ser para nuestro sentido de razón y lógica, fue el primer paso en la civilización, la base de la primera economía mágica”.[3]
La magia a la que Read se refiere es aquella perteneciente al origen de los rituales. Para los primeros habitantes, la aprehensión y creación de imágenes tenían efectos directamente sobre la naturaleza, como beneficios en la caza, la fertilidad de sus tierras y hasta el porvenir de sus comunidades. Esta función establece la creación de los primeros signos gracias a la relación entre ambos fenómenos:
“Pero sólo pudo establecerse una conexión –es decir, sólo pudo hacerse visible, captarse y representarse perceptivamente– por medio de un signo, esto es, por medio de una imagen que puede separarse de la percepción inmediata y conservarse en la memoria. El signo surgió para establecer la sincronicidad con el oculto deseo de hacer que un hecho correspondiera a otro”.[4]
La significación de las imágenes entonces se establece gracias a su función de signos y estos a su vez entablan una relación con el exterior al ser y comunicar diferentes mensajes para un conjunto de personas, lo que termina por crear las bases de la consciencia y la imaginación humana a lo largo de la historia, según el contexto.
Sobre esta misma línea, John Berger abre su famosa serie de ensayos Modos de ver (1974) en los que examina la importancia de la vista en la concepción de las expresiones humanas. Para Berger, la vista no sólo es importante por el hecho de ser el primer acercamiento de los humanos con su entorno, también sobrepasa a las palabras al momento de explicar lo que vemos y sabemos, porque, señala, “la explicación nunca se adecua completamente a la visión” y “lo que sabemos o lo que creemos afecta al modo en que vemos las cosas.”[5]
Por ello, continúa Berger, todas las imágenes que vemos y conocemos son una manera de ver que, a su vez, están condicionadas por nuestra subjetividad y capacidad para verlas e interpretarlas:
“Una imagen es una visión que ha sido recreada o reproducida. Es una apariencia, o conjunto de apariencias, que ha sido separada del lugar y el instante en que apareció por primera vez y preservada por unos momentos o siglos. […] Sin embargo, aunque toda imagen encarna un modo de ver, nuestra percepción o apreciación de una imagen depende también de nuestro propio modo de ver”.[6]
Así podemos reconocer dentro de las obras de Salvador Dalí una múltiple galería de signos, los cuales ofrecen variadas interpretaciones a partir de las propias experiencias de los espectadores, además de dejar en claro el argumento del pintor español al mencionar que las lecturas de los cuadros dependían de una asociación entre los objetos representados.
Una imagen, varias imágenes
Para reforzar la idea de los cuadros de Salvador Dalí como retos abiertos a la interpretación, los ejemplos más prácticos son sus cuadros de ilusiones ópticas. Así como Arcimboldo lo hizo en el siglo XVI, Dalí jugó con las composiciones de sus cuadros para crear imágenes y objetos ocultos dentro de los mismos.
Por medio de juegos de perspectiva y la saturación de elementos aparentemente inconexos, Dalí produjo una serie de pinturas en las que desde el título advertía al espectador sobre lo que había tras (y frente) los planos de sus cuadros, como es el caso de Mercado de esclavos (con aparición del busto invisible de Voltaire) (1940) donde el artista utiliza también el título de la obra para avisar sobre el engaño, ya que incluso denomina al busto como “aparición”, es decir, como algo que originalmente no debería estar, pero que está alcance de la visión del espectador.
El punto focal del cuadro obliga a la mirada a centrarse en el busto que aparece formado por los cuerpos de dos mujeres con vestimentas negras. Si alejamos la mirada para apreciar los elementos que rodean (o forman) al busto, veremos que son los esclavos quienes lo delimitan, además, podremos ver en un plano más cerca a una mujer desnuda que contempla fijamente a las mujeres y al busto al mismo tiempo.
Además de este punto central de la obra, existen elementos relacionados con la escena principal como los personajes que aparecen en los últimos planos del cuadro: aquellos que envuelve el brazo de la mujer desnuda y los que parecen peregrinar en el desierto cerca de un bote. Es aquí cuando la percepción del espectador se dispara y descubre, primero, la aparición advertida por el artista y después pasa a examinar cada uno de los elementos para abrir las preguntas a su interpretación: ¿por qué el busto es de Voltaire? ¿Cómo lo asocio con la esclavitud? ¿Cómo se relacionan los demás elementos que rodean al busto? ¿Por qué la mujer desnuda contempla al busto y a los personajes que parecen buscar esclavos?
Después de esas preguntas podríamos pasar a la interpretación personal a partir de una investigación sobre Voltaire y la esclavitud, tema que surge ante las dudas que plantea un solo cuadro de Salvador Dalí que es al mismo tiempo muchos cuadros y que nos encara como espectadores, pero que, sin duda, se configura mediante nuestra propia experiencia.
Otro caso curioso de ilusión óptica es el que encontramos en el cuadro Aparición de un rostro y un frutero en la playa (1938) donde una vez más el título juega un papel importante para el espectador. En la pintura, de inmediato podemos ver un rostro conformado por lo que parece ser también el frutero, sin embargo, el cuadro esconde otros rostros en diferentes planos del cuadro, así como dos cabezas de perros que se forman con el paisaje.
Uno de los cuadros más famosos de Salvador Dalí, Vejez, adolescencia, infancia (1940), cautiva por el rápido engaño visual en el que reconocemos tres cabezas diferentes que representan las edades del hombre, pero si miramos con detenimiento, veremos que están formadas por otros personajes, como un señor sentado, una madre con su hijo y mujeres lavando en el mar.
Cada ejemplo demuestra cómo los objetos dentro de una composición surrealista pueden entrelazarse para crear nuevos signos y significaciones, las cuales estarán condicionadas por la posición que tenga el espectador al mirarlas, así como por su propio imaginario.
Si bien, estos cuadros fueron producidos en una etapa de madurez del pintor, en años posteriores podemos encontrar cuadros inspirados por su vida marital como Mi esposa, desnuda, contemplando su propio cuerpo convirtiéndose en escalera, tres vértebras de una columna, cielo y arquitectura (1945) o Gala desnuda mirando el mar que a 18 metros aparece el presidente Lincoln (1975) (posible inspiración para el desarrollo del pixel art), lo que demuestra su obsesión por la visión y el papel del espectador en el circuito de significación del arte.
No cabe duda que la obra de Salvador Dalí sigue siendo una de las más enigmáticas y cautivadoras en la historia del arte, no sólo por su técnica, sino por su compromiso por despertar en nosotros, los espectadores, la inquietud de no saber qué es exactamente lo que vemos. Probablemente, después de este ejercicio de visión podamos reflexionar sobre los objetos que miramos y cómo somos mirados dentro del cuadro que estamos pintando.
[1] Gombrich, E. H., La historia del arte, Phaidon, 2010, pág. 600.
[3] Read, Herbert, Imagen e idea, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, pág. 17.
[5] Berger, John, Modos de ver, Gustavo Gili, España, 2005, pág. 13.
Lector y peatón. «Yo soy aquel». Dicen que soy el chico al que los golondrinos le laceran las axilas.
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