Stanley Kubrick y su obsesiva mirada al centro

 

Stanley Kubrick es autor de una de las frases más optimistas que he leído: “Si puede ser escrito o pensado, puede ser filmado”. Claro que para su filmografía esta afirmación encaja perfectamente. Sus 13 películas nos muestran desde el surgimiento de la humanidad, intervalos entre guerras, pasajes de los tiempos modernos y hasta un hipotético y frágil futuro incierto.

Pero para cualquiera que se haya aventurado a agarrar una cámara, estará de acuerdo con que la frase es sólo la primera parte de un complejo sistema de trampas. Más allá de los límites del cine, lo que a Kubrick le faltó contarnos fueron los grandes costos que le tomó conformar su filmografía.

Por supuesto, una parte muy importante del cine es la producción y con ello los detalles que puede acarrear un director. Siempre es interesante enterarnos de lo que sucede detrás de cámaras, qué problemas tuvieron que pasar o cuáles fueron sus soluciones improvisadas. Pero también existe esa ligera entrada a las obsesiones de los directores de cine.

En el caso de Stanley Kubrick no es una sorpresa el delirante perfeccionismo que buscó en cada una de sus películas. En alguna ocasión, Tom Cruise relató la vez que lo obligó a rodar una misma secuencia más de 100 veces para Ojos bien cerrados (1999). O la ocasión en que tuvo que reunirse durante 4 años con científicos de la NASA para elaborar la maqueta de la centrifugadora gigante que aparece en 2001: Odisea del espacio.

Sin embargo, Kubrick era consciente del por qué de estas obsesiones y cómo llevarlas a cabo. En alguna ocasión, el director fue cuestionado sobre en qué se gastaba el dinero, a lo que respondió: “No creo que el punto de tener dinero sea gastárselo. El punto es tenerlo para no verte obligado a hacer una película que no quieres hacer”. Tal vez con esto podríamos darnos una idea de las libertades creativas de las que gozó en cada una de sus películas, además de su postura para lidiar con los berrinches ajenos y atender sólo los propios.  

Pero es precisamente esa temible obsesión la que levantó un aura de misticismo alrededor de su figura y de todos los objetos que formaron parte de sus producciones. Para cualquier otro director, la indumentaria cobra un nivel de importancia a la par de la historia.

Hoy en día pareciera un dato sin mucha relevancia. A Kubrick se le ubica por lo metódico de su estilo. Lo delata la simetría de sus encuadres, el culto que ganaron los actores que estuvieron a su cargo (piensen en Alex de La naranja mecánica o Jack de El resplandor) y la excentricidad de los espacios a los que logra llevarnos (desde un páramo común de la prehistoria, campos de guerra del sureste de Asia y hasta la habitación del futuro que nos espera).

El extrañamiento que asalta al espectador primerizo será una constante, pues probablemente la única certeza que puede manejar es el buen sabor de boca de estar viendo un cine exquisito. Más allá de ser un director de culto, Stanley Kubrick goza ese complejo punto medio entre el cine mediático y el calificado cine de arte. Es tan claro que hay que admitirlo de la manera más sencilla posible: todos hemos visto al menos una película de Kubrick.

¿Qué puede ser lo que nos atrae tanto de su filmografía? Queda claro que la fascinación por sus manías juega un papel importante para darle otro sentido a lo que ya hemos visto, pero si recorremos cada una de sus películas, nos daremos cuenta de una constante que nos hace volver a redescubrir a Stanley Kubrick.

Jan Harlan, su productor por más de 30 años, mencionó que “desde su primera a su última película habló de la debilidad humana: de su tontería, su vanidad, de las cosas que hace el hombre para dañarse a sí mismo”. Entonces, si quisiéramos hablar de un estilo kubrickeano, pensaríamos en una ruptura, una estética del abismo al que son arrastrados sus personajes.

Estas fragmentaciones siempre son internas, de carácter psicológico o moral, lo suficientemente potentes como para volver a un escritor un asesino, a un soldado un desequilibrado mental (Cara de guerra) o un ingeniero espacial varado y desesperado ante la negativa de su inteligencia artificial.

¿Será entonces que el cine de Kubrick nos presenta el espejo por el que se quiebra nuestra frágil concepción de lo humano? Tal vez por ello no había margen de error para ninguno de sus detalles. Incluso vale la pena echar un vistazo a uno de sus primeros trabajos para darnos cuenta de esto.

Día de combate (1951) es el primer cortometraje dirigido por Stanley Kubrick cuando apenas tenía 23 años. En él nos presenta la visión estadunidense del boxeador, su preparación y actividades previas a un “día de trabajo”. Desde la perspectiva de un documental, el narrador no duda en plantear la idea de que nuestro personaje vive en un viaje sin salida, dedicado solamente a repartir y recibir violencia. Walter Cartier es sólo un nombre seleccionado al azar dentro del grueso libro de históricos en el deporte. El narrador nos lo plantea de esa manera: a pesar de ser una persona en lo privado, bajo el ojo del público no es más que un espectáculo y un nombre que sostiene un récord (¿o será el récord lo que lo sostiene a él?).

 

Desde su temprano éxito como fotógrafo gracias a la revista Look, Kubrick no dejó de perfeccionar su mirada, sus encuadres, sus encomiables obsesiones que nos llevaron, como espectadores, al último cuarto del universo. Redescubrirlo, aún hoy en día, resulta una invitación para reflexionarnos a nosotros mismos frente a su imaginario. ¿Qué esperamos ver de aquello que escribimos o imaginamos?

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